jueves, 23 de octubre de 2008

Continuidad Neoyorquina.

El reloj marcaba las 11:23 a.m aquel miércoles de junio. El sol neoyorquino azotaba los andenes poblados de gente triste y monótona. Al interior de la cabina del tren F, conversaciones triviales se confundían con los relatos intuitivos de Tupac y Eminem, que me conducían a un cabeceo constante, y un cierto trance que convirtió los 45 minutos de viaje en un par de segundos musicales. Me bajé del tren entre un tumulto de trajes Armani y gafas Gucci de 500 dólares que se empujaban entre sí. Caminé por la estación, algo desubicado, y con una indiferencia casi hipócrita ante las miradas de hombres con maletines de cuero que se perdían en una conversación por celular en la cual la explicaban a un hijo casi imaginario, los riesgos de invertir en la bolsa. Subí las escalaras y llegué a la calle, donde el sol todavía pegaba y la gente era un poco más triste y un poco más monótona.

Entre el calor de aquel miércoles de junio, recorrí las calles de Manhattan, parando esporádicamente a ojear las vitrinas, que miraban con un odio clandestino pasmado en precios astronómicos que ponían a llorar a los billetes y hacían que las monedas se comieran las uñas de la envidia. Entré (finalmente) a un almacén, de nombre largo e irrelevante, casi por impulso, y ahuyentado por el sol amarillo fuego que adornaba las nubes que se confundían entre puntas coloradas de los rascacielos de hierro y cristal. Una joven, de no más de 20 años (y 36 días), se me acercó con una sonrisa forzada y un olor a perfume de prueba que simulaba elegancia. Balbuceo unas palabras que se confundieron con los bajos de Ms. Jackson, y me hicieron quitar los audífonos como para que no sintiera el desinterés violento que me generaba su sola presencia. Al igual que ella, forcé una sonrisa casi blanca en mi cara, y escuché su inútil intento de venderme un par de zapatos y una camisa azul con letras blancas. Me probé los zapatos, sin intención de comprarlos, y miré la camisa varias veces, de arriba a abajo, de abajo a arriba, hasta que se la devolví, ya que las letras eran muy blancas para mi gusto, y ese azul, parecía más bien un tonito verde con amarillo.

Salí de nuevo a las calles de Manhattan, todavía acariciadas por un calor intenso y frívolo que ponía a sudar hasta al bebe de 6 meses que rodaba en el coche de una familia de 5 latinos que andaba turistiando en Times Square. Nuevamente me puse los audífonos, y seguí recorriendo aquellas calles de espíritus vacíos y viajeros perdidos.

A eso de las 2:37 p.m, mientras pasaba por tercer McDonalds de la cuadra me entro una de esas hambres somalíes que ponen el estomago a salivar como san bernardo en playa. Abrí la puerta de cristal del restaurante mientras sentía aquel hedor mágico y característico de la grasa saturada y la gaseosa personal de 3 litros. Me acerque a la caja, donde me esperaba una mejicana que trataba de hablar ingles, pero sus palabras se perdían en el acento demarcado del típico wetback que buscaba el sueño americano en una cocina caliente y sobre poblada por otros 10 soñadores. Pedí un combo 2 agrandado, con un McFlurry de Oreos, y le regalé una sonrisa a la pobre cajera que respondió con una mueca de desespero y nostalgia pesimista. Me senté en el primer puesto en la mesa de 2 y me comí aquella exquisitez engañosa, mientras veía entes humanos rodar y salir por la puerta del restaurante.

A las 5:13 p.m, después de un par de vueltas sin sentido, y un caminar perpetuo, forjado entre los edificios de 100 pisos, y los carritos de perros calientes en cada esquina, volví al tren F, donde Tupac y Eminem, nuevamente transformaron los 45 minutos de viaje, en un cabeceo constante y un goce paradójico y cosquilloso.

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